«Así como hay un celo de amargura malo que separa de Dios y conduce al infierno, también hay un celo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Este celo lo han de ejercer los monjes con muy ferviente amor, esto es: que se anticipen en rendirse honor mutuamente, que toleren con suma paciencia sus debilidades, tanto del cuerpo como morales, que se emulen en mostrarse obediencia; nadie siga lo que juzgue útil para sí, sino lo que sea más útil para otro; que se demuestren el amor de fraternidad castamente, que teman a Dios con amor, que amen a su abad con sincera y humilde caridad, que nada absolutamente antepongan a Cristo, quien juntos nos conduzca a la vida eterna» (RB 72).
Somos una comunidad claustral dedicada a la alabanza divina, la vida común, el estudio y el trabajo manual, manteniendo vivos el espíritu y la tradición benedictinos. El monasterio abre sus puertas a quienes se acercan en busca de Dios en un clima de paz, recogimiento y soledad. La jornada diaria de los monjes transcurre pacíficamente mientras viven su vocación en servicio a Dios. Las diferentes actividades de los monjes giran siempre en torno a la celebración eucarística, fuente inagotable de vida espiritual, y al canto de la liturgia de las horas, reflejo y prolongación de la alabanza, súplica y acción de gracias fluidas de la santa misa. Así, a las 4:55 a.m., los monjes—unos con más dificultad que otros—abandonan el descanso del sueño para comenzar el oficio de vigilias en la capilla y cantar junto con el salmista: «Señor, abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza» (Sal 50,17).
La liturgia de las horas está formada por siete tiempos de oración compuestos de himnos, salmos, antífonas, lecturas bíblicas y responsorios. Las horas litúrgicas están distribuidas a lo largo del día: vigilias en la madrugada, laudes y tercia en las primeras horas de la mañana, sexta al mediodía, nona al principio de la tarde, vísperas antes del anochecer y completas en la noche, al fin de la jornada. Dios debe ser alabado en todo tiempo y por todas sus creaturas. En el cielo es alabado por sus ángeles y santos; aquí en la tierra esta misión ha sido encomendada de un modo especial a los monjes, que oran en nombre de la Iglesia y de toda la humanidad. En nuestro monasterio el culto es público y nunca faltan fieles que, interesados en conocer y participar de la liturgia de los monjes, nos acompañan según sus posibilidades. La misa conventual dominical es celebrada solemnemente. Los monjes y la asamblea participan vivamente. Es en esta misa conventual cuando hay una mayor asistencia de feligreses venidos tanto de Morelos como de fuera.
Los monjes diariamente disponen de tiempos de soledad y silencio en los que se dedican, a veces a solas, a veces en comunidad, a leer y orar: la lectio divina—lectura y meditación continua de las Sagradas Escrituras—, complementada con el estudio de obras espirituales de diversos autores, de los Padres de la Iglesia, los santos doctores, teólogos contemporáneos, los papas en su magisterio.
San Benito, hombre tan espiritual como humano y realista, quiso que sus monjes trabajaran. En su Regla dedica el capítulo 48 al trabajo de cada día porque, como dice, «la ociosidad es enemiga del alma» (RB 48, 1). ¿Cómo espera san Benito que un monasterio sea material y económicamente autosuficiente? «… porque así serán verdaderos monjes, si viven del trabajo de sus propias manos, como nuestros Padres y los Apóstoles» (RB 48, 8). En los monasterios nunca falta el quehacer, desde los trabajos más simples hasta los más especializados. Los monjes se sirven unos a otros y se turnan semanalmente en los servicios domésticos: el lavado de los platos, el servicio de la mesa, la lectura en el refectorio, la limpieza y mantenimiento de determinadas áreas del monasterio. También, cada monje tiene una responsabilidad y trabajo o estudio específicos que desempeña siempre como servicio para la comunidad: el hermano sacristán, el maestro de coro, el hospedero, el lavandero, el mayordomo.
La Orden benedictina, por su Regla y sus mil cuatrocientos años de tradición, permite que los monasterios se desarrollen según la región donde se hallan, las posibilidades que tienen y la Congregación a la que pertenecen. En nuestro monasterio se fabrican velas e incienso, se elabora pan, yogurt y granola; atendemos huertas de aguacate, café y cítricos y cuidamos de una pequeña granja y dos apiarios.
Los monjes sacerdotes enfocan su ministerio principalmente hacia la comunidad y los huéspedes que nunca faltan en el monasterio. Algunos de los monjes ofrecen su servicio como directores espirituales y otros desempeñan la labor de docentes.
De viaje en una lancha van cuatro gorditos –dos monjes, su abad y Amable Dios—; constantemente se chocan uno con otro y, cada vez que se topan, se enfadan. Un monje se da contra su abad, al grado que se molestan los dos e intentan tomar su distancia, pero no se puede porque la lancha es pequeña. Los dos monjes se chocan entre sí, un monje agrede al otro, quien le niega la palabra por un tiempo, pero en una lancha tan pequeña no se evita contacto entre sí. A cada rato, el monje, cuando intenta acomodarse en la lancha, choca con el otro gordito, que es Amable Dios.
Para viajar a la otra orilla, los cuatro tripulantes van siempre juntos. No se puede prescindir ni de la lancha ni de ninguno de los cuatro. Hay dos remos. A veces un monje y Amable Dios reman juntos. Cuando se cansan, los dos monjes reman juntos. Se cansan y entonces el monje rema junto con el abad. Sucede a veces que un monje se niega a remar, o bien no puede, y le toca a su hermano remar junto con el abad o con Amable Dios. Los gorditos siempre chocan uno con otro—imposible evitar los choques en tan poco espacio en la lancha, el único modo de transporte hasta la otra orilla del inmenso mar—. A veces los dos hermanos se quejan y se ponen de acuerdo en contra del abad. O sucede que un monje se queja con el abad de su hermano. Cada cuando se les olvida que Amable Dios está en la lancha, hasta que de nuevo, con tanto ajetreo, todos se levantan al mismo tiempo, los anchos traseros se chocan, y los cuatro se caen al donde de la lancha, se ríen y se divierten. Cuando un tripulante se enferma, los otros responden cada quien a su manera, con paciencia y tolerancia, o bien enfadados.
Esta parábola intenta captar algo esencial de la vida comunitaria. La otra orilla del mar es la santidad y la vida eterna. La lancha es la comunidad. Se nota que el monje nunca va solo, por más que quiere. La caridad fraterna es necesaria para su santificación, por la cual no se puede prescindir del otro monje en el viaje. La relación con el abad es esencial en la vida consagrada, por lo que no se puede excluir a él en la búsqueda de la santidad. Se nota que Amable Dios está en todas partes, siempre presente, aun cuando el monje se olvida de Él. Inevitablemente va a suceder que dos gorditos, el abad y Amable Dios, se chocan entre sí, mientras el monje logra la caridad en todas partes. La lancha avanza dando sacudidas, hacia la otra orilla, hacia la vida perfecta. Es necesario que los cuatro tripulantes estén gorditos, para que se choquen uno con otro. Al toparse, al encontrarse uno con otro, al amarse, respetarse y pelearse, se avanza en la travesía del mar, y todos llegamos juntos hacia la vida eterna.
P. Konrad Schaefer OSB